Señor, no estoy triste aunque no me faltarían motivos para estarlo. Hay un país que nos destruye, un mundo que nos expulsa, un asesino difuso que nos marca día a día sin que nos demos cuenta. Pan y circo. El fútbol es un deporte, también un amalgama de sentimientos –alegría y sufrimientos-. Una victoria no genera empleo, ni cura enfermedades pero sí un motivo absurdo por el que calzar una sonrisa y querer bailar bajo la lluvia.
El Málaga recibía al Porto en una cita con su historia. El conjunto andaluz lleva un mes perdido, sin identidad. Impreciso, intermitente e irreconocible. Plano, lento y oxidado. Sólo la estabilidad defensiva auspiciaba la competitividad de un equipo que necesitaba su mejor versión ofensiva para remontar la eliminatoria.
“Comenzamos acelerados pero ellos tampoco tuvieron oportunidades. Dejamos de perder balones a la media hora de juego y supimos tener el corazón caliente y la cabeza fría”, radiografió Pellegrini en zona mixta. Acomplejado por la competición y la superioridad apabullante del Porto en Do Dragao, el Málaga buscaba la portería portuguesa sin criterio –y menos éxito-. La ansiedad por remontar cuanto antes mejor provocaba asiduas pérdidas de balón, fallos en la intercepción y pocas ocasiones de gol.
Entonces, llegó él. Isco volvió tras demasiado tiempo ausente. El de Arroyo de la Miel abrió la veda, empató la eliminatoria. El Málaga superó la presión en la salida de balón que ejercía el Porto y comenzó a jugar en área rival –su especialidad-. Joaquín, Saviola e Isco ganaban protagonismo, resurgía la sociedad. Así, siguiendo el principio de causalidad, el mediapunta albiazul recibió en la frontal y batió a Helton con una parábola cuasi perfecta.
Un gol antes del descanso –dicen- es un mazazo psicológico al rival. La expulsión tras la reanudación fue –pues- fatídica para un Porto que, afligido, retrocedió quince metros y se refugió en su área. El contexto era el idóneo para la remontada. La grada, que llevaba una semana animando, creyó más que nunca. Rugía. Sin embargo, los pupilos de Pellegrini actuaron con mesura, con una tranquilidad enervaba a un malaguismo ansioso. En un ejercicio de sensatez, el Málaga fue madurando el segundo gol. Lenta pero incesantemente, los locales asediaban al meta brasileño.
Fue a balón parado. Santa Cruz, que sustituyó a Saviola, remató un córner botado por Isco. Ya está, ya habían llegado, lo difícil ahora era mantener la ventaja. Puede parecer incomprensible –resulta fácil pensar que solo había que mantener la inercia hasta el gol-, pero le pasa hasta al más pintao. El vértigo a ganar hizo que el Málaga reculase para protegerse, ofreciéndole al Porto su oportunidad. Una oportunidad que no tuvo ni mereció durante el encuentro gracias al perfecto trabajo defensivo de los locales. Weligton anuló sin paliativos a Jackson Martínez –máximo baluarte ofensivo-; Toulalan e Iturra sostuvieron a Lucho González y Moutinho; Gámez y Antunes cortaron las alas portuguesas.
Así es como reza la nueva página de la historia del Málaga Club de Fútbol. Pellegrini ha hecho de un equipo en liquidación un conjunto sólido, serio y competitivo. Manué ha obrado el milagro –otro más-. Sonó la puerta y, somnoliento, le dije: “Mamá, solo una ronda más”.
Mamá, solo una ronda más,