El trágico suceso se salda con la definitiva consolidación del festival en la escena indie española. Es lo que pasa cuando juntas un puñado de buenos artistas, un pueblo pintoresco, un guetto de amantes de su-su-su-su cuerpo y piscina municipal gratis para comprar a la prensa.
FOTOGRAFÍA: Isabel Vargas, Javi Skan. TEXTO: Javi Skan
El primer contacto con el Ojeando fue difícil. Después de una mañana de carretera, manta y camisa de cuadros, con el coche en primera para superar la orografía malagueña, los acreditados de La Taberna Global pusimos el primer pie en Ojén, coqueto pueblo a quince minutos de Marbella, por segundo año consecutivo. Nos encontramos un panorama desmotivador. Bajo un sol de justicia, trescientas personas hacían cola en la puerta del polideportivo municipal, la zona de acampada oficial, con las esperanzas puestas en un trozo de pista de fútbol con toldo encima para montar la tienda de campaña y sobrevivir al fin de semana. La séptima edición del festival de música se presentaba con un problema difícil de solventar: cómo traer a Supersubmarina y a Iván Ferreiro a un escenario en mitad de la Sierra de las Nieves y pretender conservar la paz social a la vez.
Parece tarea fácil pero no lo es: el fenómeno fan mueve montañas, y lo que es ocuparlas, las ocupa de sobra. Tan sólo noventa parcelas estaban disponibles para acampar, cuando hasta la última entrada se vendió el pasado martes. Las tensiones no tardaron en aparecer. A pesar de que a las dos de la tarde del primer día de festival ya no había sitio, la organización siguió cobrando por los terrenos aledaños, sin sombra en su mayoría, el mismo dinero que por las zonas habilitadas para acampar.
Ya por la tarde, cuando la mayoría de los asistentes ya estaban instalados con más pena que gloria aprovechando hasta la última baldosa, aquello parecía un campo de refugiados por el tsunami supersubmarino. Pero la organización sabía que una piscina municipal gratuita para los asistentes al festival serviría perfectamente como opio para olvidar la falta de previsión. Con una cerveza en la mano y los pies en remojo, es difícil no cogerle cariño al Ojeando. Más si uno piensa en el típico festival veraniego, extremadamente caro y extremadamente degradante.
Llámenle rollo, llámenle ambiente, llámenle como quieran, pero el Ojeando es especial. Un pueblo volcado durante dos días en hacer su agosto, por supuesto, pero también en mostrar su mejor cara ante los miles de visitantes que reciben. Un pueblo que soporta el choque cultural de la mejor manera que puede: no faltan comentarios sarcásticos sobre las costumbres, la ropa o los peinados de los jóvenes que abarrotan sus calles, pero no pueden disimular la ilusión. Los niños visten la camiseta oficial del festival y pasean divertidos con el ambiente de fiesta, aunque nunca hayan escuchado a ninguno de los grupos del cartel. Las decenas de voluntarios organizan, reparten flyers, globos, carteles, limpian, recogen, coordinan y derrochan simpatía. Las pequeñas tiendas abren hasta bien entrada la madrugada y los dueños reconocen con una sonrisa en la cara que este año, las previsiones les han desbordado: “si hubiera sabido que íbais a venir tantos granaínos, hubiera encargado más Alhambra, niño”.
Los miles de modernos con sombrero de paja (por lo visto ahora se ha puesto de moda) que han invadido el pequeño municipio por un fin de semana han disfrutado de las bondades de un festival integrado absolutamente en el casco urbano, con lo que conlleva. La oferta comercial del pueblo se ha adaptado un año más a lo que se les venía encima. Si el festivalero medio tenía antojo de una ración de bacalao, el bar de la esquina hacía ofertas generosas. Si no, un puesto de kebabs medio improvisado le esperaba dos calles más abajo. Decenas de ojenetos (o churrucos) montaban tenderetes donde ofrecían lo que mejor sabían hacer. Que si te hago una trenza, o te vendo una pulsera hecha a mano, o te vendo un mojito mezclado gracias a una receta familiar, o saco la licorería de mi cocina y ofrezco chupitos a un euro, o me monto un puesto de papas asadas con un horno y bandejas con condimentos. El resultado es una calle principal repleta de vida, donde sorprende el contraste cultural entre autóctonos y visitantes y se contagia el esfuerzo que todo Ojén pone en el evento. El resultado sorprende al iniciado y reconforta al experimentado: el Ojeando crece cada año sin perder ni una pizca de su identidad. Tal y como está el panorama, tiene mérito. Mucho.
Y todo ello aderezado con lo más importante, la música. Que para eso fuimos. Tres escenarios donde los grupos locales y que aún están por despegar se aprovechan del tirón de los invitados de renombre para intentar hacerse un hueco. Mis compañeros lo contarán mucho mejor, pero determinados momentos sobre las tablas se han quedado en la memoria colectiva de los asistentes con fuerza. Corizonas demostrando que hay vida más allá de Supersubmarina, los valientes que se quedan a disfrutar de la sesión de Disco Mordisco a las cinco de la mañana, Iván Ferreiro poniendo los pelos de punta con un piano roto recordando los años ochenta y las promesas que no valen nada. Pero nosotros nos vemos con la fuerza necesaria para prometer que volveremos el año que viene. A pesar de las dificultades obvias de un buen cartel, una buena campaña de promoción y una falta de espacio preocupante. Que con la litrona de cerveza a 1,15 en “Ultramarinos Monda”, cómo no vamos a volver.
La otra crónica del Ojeando: choque cultural en la Sierra de las Nieves,Acerca de Javi Skan
Anarcosindicalista. Igualdad, fraternidad y socialismo. Me duele la cara de ser tan GRAPO. ¡Venceremos! No, es broma. Dirijo este medio mientras hago como que me intereso en mi último año de Periodismo en la UMA. Vuestras opiniones me parecen una mierda.